Aquí, sentado en mi tétrica sala, viendo a través de mi ventana el
cielo polucionado de esta ciudad, recuerdo ese viaje con mis amigos a la playa,
utilizando de pretexto “semana santa”, pretexto para desentendernos del mundo
monótono en el que nos sumimos.
Recuerdo los polos dejados a ras de la arena mientras corríamos
bestialmente al mar, el sol incandescente e implacable, los niños chapuceando a
orillas de la playa, las chicas en biquini contorneándose; mientras nos
provocaban erecciones a nosotros, jóvenes libidinosos que turban su mente cada
vez que pueden. Esa tarde del primer día, una vetusta imagen del mundo del que
veníamos iba cayendo junto con el ocaso.
Recuerdo las noches gélidas y pasivas, en donde el humo nos secaba
la boca, nos envolvía en un manto cómico y enrojecía pupilas; era la mala
posición de la fogata, claro está. Sobrellevamos el frió con alcohol, el elixir
liberador del bufón sincero y cariñoso, al que normalmente mantenemos
aprisionado en barrotes de vergüenza.
Respiramos gustosos el aire liviano y puro del mar, lo esencial de
ese momento era olvidarnos de todo lo superfluo y farandulero de la ciudad,
quedar aliviados de presiones, porque dentro de todo hombre hay un niño que
quiere salir a jugar con sus amigos, era el momento, era nuestro momento.Solo soy alguien que se alimenta de recuerdos, y ese, es mi
platillo preferido…
esos momentos por los cuales darías la vida para repetirlos.
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